Entre la tribu taiwanesa de los atayals era costumbre ganarse el favor de una doncella y demostrar el amor que se le tenía ofreciéndole la cabeza cercenada de otra persona.

En pruebas de amor, dirán algunos, no hay nada escrito, y aunque ahora la especie humana puede presumir cierto grado de refinamiento en sus expresiones amorosas, alguna vez regalar el fruto de una decapitación al ser amado se consideró la demostración última e incuestionable de dichos sentimientos.

Esto sucedía entre unos aborígenes taiwaneses, los atayals, hasta bien entrado el siglo XIX e incluso en las primeras décadas del XX. Según los testimonios epistolares de ciertos exploradores ingleses, el ritual amoroso consistía en matar a alguien y después ofrecer la cabeza del difunto a aquella a quien se deseaba unirse en matrimonio.